Muertos de risa
Los niños de Kylie Thomas llevaban subidos al tejado de la casa desde primeras horas de la mañana. Los había oído, como de lejos, dando golpecitos en los márgenes de su consciencia mientras ella trataba de aferrarse al sueño, incluso mientras éste desaparecía. Adoraba dormir, le encantaba la circunstancia de no ser consciente del dolor, de los problemas, de cada uno de los golpecitos que sonaban a exigencia. ¡Los niños lo querían tener todo! ¡Todo el tiempo, y todo enseguida! Si se hubiera dado cuenta de qué era un niño antes de crear uno por accidente, se habría ido bien lejos de allí, y a la carrera. Habría corrido tan rápido que Russell Woodbridge nunca la habría alcanzado, nunca le habría dado un beso en la mejilla al pasar ni le habría tomado la cabeza por el pelo suelto al viento. Nunca la habría inmovilizado con su pálido y enjuto cuerpo encima de ella.
Podía oír a Nixon, que estaba llorando. Joder con el Nixon, un llorón desde que nació, llorando desde el momento que salió, que arrancó a llorar como si hubiera nacido con la intención de seguir así toda la vida. Nixon, el primogénito, delgado y larguirucho como un conejo, llorando en el tejado. ¿Y por qué no podía llorar en la cocina? En el piso, donde se echaba normalmente, tirado cuan largo era delante de la nevera para ser precisos, con la boca abierta para que pudiera vérsele el pozo negro que llevaba hasta el gaznate. A veces se preguntaba qué podría meterle dentro del gaznate, a ver si eso paraba sus lloros: ¿Miel? ¿Golosinas? ¿El puño? El chico tenía el par de amígdalas más grandes que jamás había visto: dos gruesas y brillantes protuberancias carnosas que le adornaban ambos lados de la garganta, dos extraños anexos ondulantes y latentes que la fascinaban. ¿Quién habría pensado que las amígdalas pudiesen tener una apariencia tan vital, tan repletas de intenciones propias? Ella suponía que, por lo menos, eran las amígdalas –no se le ocurría que fuesen otra cosa. Sabía que no sabía mucho de nada, eso era lo cierto, de modo que ahora que pensaba en ello, ni siquiera estaba segura de que fuesen amígdalas.
En todo caso, ¿cómo es que le había dado por ponerse a pensar en las amígdalas de Nixon? ¿Cómo era que estaba echada en la cama a las ocho en una casa bien caldeada en Ningi, y que sus hijos estaban arriba, subidos al tejado? Cuando estaba embarazada de Nixon, sujetándose la tripa con íntima disposición y abrigando vanas esperanzas de que Russell Woodbridge no fuese un capullo, se veía a sí misma junto a una ventana en una de esas habitaciones para bebés, dotada toda de cortinas a cuadros azulados si era un niño, rosados si era una niña, repleta de esos números y letras del alfabeto en madera pintada en muchos colores. Se imaginaba una pieza muy parecida a la que había en la casa de la Sra. Reynold, que ella había visto, fugazmente, mientras trabajaba allí de limpiadora. La bebé se llamaba Charlotte o Madeleine o Henrietta, era un nombre sacado de un libro anticuado, y la habitación era algo como salido de una revista o una película, flamante y todavía por estrenar, como si un bebé nunca se hiciese caca o nunca vomitase la comida, como si no tuviese un par de tersas protuberancias ondulantes y carnosas en la garganta. Cada vez que alcanzaba a ver a la afortunada niñita, vestida con ropas limpias y con un sombrero sobre su gruesa cabecita, camino de las clases de música evangelizadora para bebés o de su grupo de juegos o adondequiera que fuese con su bonita niñera rubia, Kylie pensaba que parecía más una muñeca que un bebé. Se apostaba que el bebé de Nicole Kidman tenía la misma apariencia, con un trillón de niñeras que cuidaban de él para que Nicole nunca viese mierda ni vómitos ni amígdalas ni oyese a sus hijos llorar allí arriba, subidos al tejado.
Se incorporó y encendió un pitillo. En todo el tiempo que estuvo embarazada de Nixon no había fumado, ni una sola vez. Lo estuvo esperando igual que se esperan las Navidades o el cumpleaños, esperando algo especial que la hiciera levantarse antes de que saliese el sol, con expectativas de todo. Era así de tonta, siempre creyendo que esta vez su madre realmente se acordaría de comprarle algo que ella quería de verdad, una maldita Barbie cuando cumplió los ocho años, o esas de gafas de sol de las que todo el mundo tenía un par, todo el mundo excepto ella, claro, cuando cumplió los dieciséis. Cabría pensar que a estas alturas sus esperanzas ya se habrían convertido en desesperanzas, pero ella sabía que incluso en ese mismo momento, mientras se fumaba el pitillo en la cama, con todo el largo e inútil día sin nada que hacer por delante, cierta parte de ella todavía creía en la liberación.
Dios, odiaba vivir en Ningi. Odiaba sus calles monótonas, lisas y aburridas, calles de nada, una nada puntuada únicamente por el sonido del paso de los coches que la cruzaban camino de algún otro lugar. Había venido aquí como un lugar provisional, porque los alquileres eran muy baratos, y ahora ya sabía por qué eran tan baratos. Porque nadie quería vivir aquí, nadie excepto los casos perdidos o gente como ella misma, pasando una mala racha, chicas cuyos novios habían desaparecido, o tíos feos a los que sus novias habían dejado, largándose con un camionero. Ningi, en ninguna parte, de camino a la isla de Bribie, lleno de pensionistas y pobretones, o ingleses que lo confundían con un paraíso porque no tenían ni idea de lo que era una playa de verdad. Una playa de verdad tenía olas de verdad, no esas olitas ridículas que llegaban de una extensión de agua que semejaba más una bahía que un océano, esta era una playa confinada por la isla Moreton.
Hubo una vez que Kylie era la chica más bonita de Ipswich. Aunque no había habido un jurado que decidiera el hecho, ningún concurso que alinease a las chicas para medir el ángulo de sus pómulos o la curva carnosa de sus labios, durante años había sido generalmente aceptado que Kyle Graham, residente en el número 14 de Forbes Street, en Ipswich, era la chica más bonita de la ciudad. Antes de que engordara tras tener a los niños, había gozado de pasear calle arriba y abajo por la avenida principal con sus pantalones cortos más cortos bien ajustados en las caderas, y se acordaba de cómo se contoneaba, y del modo en que podía sentir cada una de las felices partes de su ser, todas y cada una bien encajadas, propulsándola hacia una felicidad desconocida que se hallaba delante de ella. Y puede ser que estuviera caminando derecho hacia ella, de tan naturales y seguros que eran sus pasos, el balanceo de sus piernas y la inflexión de sus pies. Tenía dientes blancos y uniformes, más rectos que los de Debbie Hogan, que había llevado aparato dental durante un año entero. Tenía pobladas pestañas negras a las que no hacía falta poner rímel, y cuando le sonreía a Russell Woodbridge, quien todavía no se había revelado como el capullo que era, él agachaba la cabeza como si le hubieran tirado algo duro. ¡Era más bonita que cualquiera de esas chicas que salían en la tele! Estaba en la plenitud de su poderío, todavía no había sido doblegada por niños que se subían al tejado ni por la grasa que había aparecido en la parte superior de sus muslos, que ahora, al caminar, se rozaban entre sí y le causaban tantísima incomodidad, y ya nunca más volvería a salir intrépidamente, ni aunque pasara un millón de años, en pantalones cortos por la avenida principal.
Alguien llamó a la puerta. Se acabó el pitillo, apagándolo en la tapa boca abajo del tarro de mantequilla de cacahuete que tenía sobre la mesilla de noche justo para eso. Volvieron a llamar a la puerta, con más fuerza que la primera vez.
"¿Kylie?"
Joder, era Melisa, la de la casa de enfrente.
"¿Kylie bonita, estás ahí? Nixon y Jarrah se han vuelto a subir al tejado." Ella se quedó en la cama, boca arriba, mirando al techo.
"¡Kylie! ¡Que los niños se te han subido al tejado! Como se caiga uno de ellos se va a partir la crisma. Abre la puerta, coño."
Esperaba haber dejado la puta puerta cerrada con llave, porque si no, Melisa iba a entrar como Pedro por su casa, como hacía normalmente. Kylie caviló rápidamente si la puerta de atrás estaba también cerrada con llave, puesto que era probable que Melisa diera la vuelta a la casa si no tenía suerte en la puerta de delante.
Oyó cómo Mel forcejeaba con el pomo y le daba un buen empujón a la puerta. El dormitorio de Kylie estaba al lado de la puerta frontal, y quedó inmovilizada por el pensamiento irracional de que Mel podía verla a través de la pared, tumbada en la cama, con el camisón puesto, y apretándose contra el almohadón. Entonces oyó que el teléfono móvil de Melisa recibía un mensaje: dos fuertes pitidos que sobresaltaron a Kylie.
"Sé que estás ahí. Voy a dar la vuelta." La voz de Mel sonaba tan cerca que le parecía que podría estar hablándole al oído.
En todo caso, los niños nunca usaban las puertas para subirse al tejado. Trepaban por la ventana de la habitación de Nixon, se subían a la cómoda y de allí pasaban precariamente al alféizar de la ventana, de donde de un salto pasaban al depósito de agua. El depósito tenía una tubería que llevaba al techo, y trepaban por ella con facilidad.
"Kylie."
Mel estaba afuera, junto a la ventana del dormitorio. No había dado la vuelta a la casa.
"Solamente quiero decirte una cosa. Eres una mala madre."
¿Era de verdad una mala madre?
A Kylie le sobrevino una sacudida que le daba náusea y miedo. ¡Una mala madre! ¿Era de verdad una mala madre? Les hacía limpiarse los dientes todas las noches, y les lavaba la ropa, y les ponía crema para los piojos en el pelo cada vez que pillaban piojos de otros niños sucios. Casi nunca les obligaba a ponerse la misma camiseta dos veces seguidas, siempre sacando a fuerza de frotar y frotar los manchurrones de helado o de espagueti a la boloñesa o de donde se restregaban el dorso de la mano o de los dedos cuando tenían las narices llenas de mocos. Los niños eran siempre tan sucios, eran como recipientes que anduvieran siempre chorreando, goteando o con fugas, y Kylie contenía el derrame lo mejor que sabía. Les daba abrazos y hacía muecas divertidas para que Jarrah se riese tanto que le dolía el estómago, y una vez, algo digno de recordar, Nixon se había reído tanto que dejó escapar un gran pedo que otra vez les hizo desternillarse de risa a todos, tanto que a Kylie le dio miedo de que no parasen de reír nunca y que reventasen de risa, que se les abriese el estómago y empezase todo a derramarse desde sus entrañas, en un rápido torrente, como un río, y que todos muriesen de risa. Los tres, muertos de risa en el piso, llorando de risa, tirándose pedos sin poder contenerse, sin poder parar nunca, jamás.
¡Una mala madre! Estaba hasta la coronilla de tanta vigilancia. Estaba harta de tener ojos en la nuca y de levantarse de la silla para apagar el televisor porque sabía que no podía dejarlos ver la tele otras tres horas aunque si pudiera, les habría dejado ver la tele el resto de sus vidas. Se peleaban todo el tiempo, de manera incesante, cuando no estaban viéndola, y a veces incluso cuando estaban viéndola. O si a Jarrah le daba un trozo de tarta más grande a Nixon, o cuando a Nixon le daba por quitarle su almohada favorita a Jarrah, y cada vez que se subían al coche (cuando no estaba estropeado y cuando tenía suficiente dinero para ponerle gasolina), siempre reñían por sentarse en el asiento del copiloto. Y en cualquier caso, Kylie ni siquiera estaba segura de que tuvieran edad para sentarse delante, puesto que ninguno de los dos podía ver por encima del salpicadero, y recordaba haber oído en alguna parte que los niños tan pequeños no debían sentarse en los asientos de delante, pues si tenían un accidente porque ella no podía aguantar ni un minuto más sus berridos o sus lloros o sus peleas, el niño que iba sentado delante saldría disparado por el parabrisas, en un lanzamiento perfecto de un misil de carne.
La gente hacía lo que le daba la gana, incluso un niño de cinco años.
Kylie nunca supo obligarles a sus hijos a hacer nada que no quisiesen hacer. No es que no hubiese intentado impedirles que se subiesen al jodido tejado. Los había hecho bajar un millón de veces, una y otra vez, incluso había probado a alejar la cómoda de la ventana, pero entonces no resultaba posible cerrar bien la puerta y tuvo que volver a ponerla en su sitio. ¿Cómo podía nadie pensar que podían detener la voluntad y los deseos de otro ser humano, cuando Kylie sabía que ni su madre ni su mejor amiga Donna ni un muro de hierro podrían haberla parado en su camino hacia Russell Woodbridge y su arruinado futuro? La gente hacía lo que le daba la gana, incluso un niño de cinco años que solamente llevaba un trimestre en el colegio, que podía obligar a su madre a darle lo que él quería con solo tumbarse en el piso de la cocina, delante de la nevera, rígido, llorando, enseñando sus amígdalas latentes, para que su madre hiciera cualquier cosa con tal de hacerle parar.
Kylie oyó entonces un sonido familiar, una sirena que procedía de un televisor o de la vida real –no estaba segura de cuál de las dos cosas. En Ningi, en verano, se producían con frecuencia incendios en el herbaje y a veces realizaban quemas controladas, pero Kylie no notaba el olor a humo. La sirena, urgente, sonaba cada vez más cerca, más fuerte, así que Kylie supo que se debían dirigir a algún sitio cercano. Por el ruido que hacía, el camión de los bomberos se debía dirigir directamente a su calle. La curiosidad le hizo levantarse de la cama y echar un vistazo a través de las cortinas del dormitorio.
Se estaba parando afuera. Los bomberos corrieron en dirección a la casa, eran tres o cuatro. Vio cómo Mel se dirigía hacia ellos a la carrera, señalando al tejado. Los bomberos continuaron corriendo y Mel los siguió también corriendo, dando grandes zancadas por entre la hierba, tan alta que parecía maleza, tan decidida y rápidamente como podía. Pero no se fue en la misma dirección que los bomberos; en vez de eso, clavó la mirada en las cortinas, desde donde Kylie estaba mirándolo todo a hurtadillas.
"Para que lo sepas, tu chiquillo está columpiándose en los cables eléctricos. Será mejor que salgas."
Kylie se quitó el camisón y se echó por encima un vestido arrugado, que había quedado a los pies de la cama. Se enrolló el pelo y se lo sujetó con una horquilla.
Y antes de abrir la puerta del dormitorio observó su imagen reflejada en el espejo del armario: cansada, con unos kilos de más, más triste de lo que cualquier chica de 24 años tenía derecho a estar. A Nixon le encantaban los coches de bomberos.
∞∞∞∞∞
Un cuento de Susan Johnson
No hay comentarios:
Publicar un comentario